lunes, 13 de abril de 2015

Sevilla tiene un dolor especial


Y lo tiene, para el Barça, porque era casi imposible avistar, tras la primera media hora de juego, lo que acabaría por suceder en el Sánchez Pizjuán.
Dos golazos de Messi y Neymar, entonadísimos en el feudo sevillista, la posesión de balón, fútbol de toque, triangulaciones y desborde ofensivo de un Barça pletórico frente a un rival fuera de combate en su propio estadio. Y el bajón de los de Luis Enrique tan predecible (porque suele haber partidos en que los azulgranas desconectan) como impredecible el momento -normalmente es en las primeras partes- de desconexión culé.
Se baja la guardia y automáticamente sube la expectativa del rival -más aún jaleado por su afición, que no le ve perder en Liga desde enero de 2014- y, claro, los errores de concentración se acaban pagando.
El FC Barcelona tuvo dos, tan puntuales como decisivos: el 1-2 de Banega se produce en una jugada más bien aislada, transcurrido el vendaval hedonístico-balompédico del Barça, fruto de un error de Claudio Bravo en el despeje de un tiro, a priori, bastante asequible para el chileno. Ahí comienza el dolor en la capital andaluza.
Con el Sevilla venido arriba en la segunda mitad, en la que los de Unai Emery merecieron el empate por intensidad y por mantener la fe, el segundo error identificable: mala salida de balón de Piqué regalándole el esférico a Reyes, que arma la jugada del 2-2. Se consuma el dolor especial en Sevilla, puesto que no hay tiempo para reaccionar y la diferencia con el Madrid ahora es de tan solo dos puntos.

Con el juego revolucionado, como sucedió en los segundos 45 minutos, el Barça debió manejar mejor los tempos con y sin balón, tirar de oficio (hay que saber sufrir en campos así) y afinar la puntería de cara a gol. Los de carmesí no hicieron bien ninguna de estas cosas y el Sevilla, enardecido por la grada, acabó por confirmar el secreto a voces de las tablas en el marcador.
Luis Enrique decidió apagar el incendio del coast to coast provocado por los locales dando entrada a Xavi y salida a Neymar, que se marchó molesto, con gestos tan evitables como habituales en el mundo del fútbol. Y comprensibles, porque el brasileño estaba cuajando de largo el mejor de sus últimos partidos y porque era consciente de que en un partido de inexorable ida y vuelta como el que se estaba viviendo en Sevilla su estado de gracia podría haber reportado, en un momento determinado, cualquier acción para sentenciar el partido.

Con Xavi en el rectángulo de juego la cosa siguió por los mismos derroteros y el Sevilla, que nunca se dio por vencido, acabó encontrando el premio del empate y el Barça ratificando, como en tantas otras ocasiones, que un par de errores puntuales de concentración pueden echar por tierra el espléndido trabajo realizado anteriormente para acabar lamentando, con aires de líder acechado, que Sevilla tiene, además de un color, un dolor especial.


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